El tiempo se detuvo en la isla. Por un rato. Los grandes coches se oxidaron y se convirtieron en piezas de colección sin comprador ni vitrina. Las casas dibujaron grietas por donde se fueron escapando los aromas. Y sus preciosos balcones se llenaron de tendederos multicolor, de familias, de conversas. De vida.
Las mujeres se asomaban a las ventanas a observar aquel mundo que les fue quedando. Y la música se quedó a vivir en las calles. Todos los días parecían domingo.
La palabra quería abrir la puerta a cada rato, y se instaló en las miradas. El silencio se convirtió en poesía.
El sol lo observaba todo y regalaba, generoso, un manto de calor.
Se calmaron las prisas. Se saborearon las horas. Se descentralizaron las sonrisas.
Se centralizó la libertad. La realidad se conmovió consigo misma.
El viejo fuerte se quedó a vigilarlo todo.
La gente del otro lado llegaba a observar, a marcar (a veces sin querer, a propósito otras) la diferencia. Nadie parecía escuchar.
Las calles contaban las victorias. Las gentes cantaban las historias.
Y el mar seguía bañando el hermoso malecón de La Habana…

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