Cuando era pequeñita (hace bastante pero tampoco hace tanto) no me gustaba mucho la clase de gimnasia. Lo mío no era el plinto ni andar dando vueltas y más vueltas al campo de futbol de Berazubi (Tolosa, Gipuzkoa, mundo-mundial). Aún hoy, cuando le doy un poquito de meneo al cuerpo, se me ponen unos «muxugorris» que casi casi me falta calzarme las albarcas (con esos calcetines picosones de lana gorda) y echarme un buen irrintzi para salir en el poster más rural del «ven y cuéntalo». Pero hete aquí que unos cuantos años más tarde, cuando la espalda ya anda chirriante a ratos y las cervecitas con limón se quieren instalar debajo del ombligo, he encontrado «mi deporte» y descubro los beneficios de la pedalada. De esa bicicleta que no se mueve. Que se practica en rebaño. Marcada por el ritmo de la música. Dirigida por ese ser bien moldeado (y tabletado) que anima al grupo de enfrente de ritmo un tanto descoordinado.
Pues si, me encanta el spinning (en la Alhóndiga lo llaman Ciclo Indoor). Cuarenta minutos en los que lo único en lo que tienes que pensar es en ser capaz de ir subiendo la carga, seguir el ritmo, beber agua toda pastilla y si la clase es con Josu tararear (al menos para adentro, porque para afuera ya no me da) la canción del equipo A, una de Fito o alguna de Gatibu.
Y por algún poro sale el disgustito de esa mañana. Por otros cuatro se descarrila el tiovivo de los razonamientos sin salida . Cada pedalada ejercita los músculos de relativizar lo que tiene que ser relativizado. Y aunque sea de a poquitos, te vas librando de algunas toxinas emocionales (que tienen la tendencia de adherirse a la parte blanda de las tripas). ¡… Y salgo tan llena de energía que estoy en disposición de plantar un bonito muxote potolo bat (sudoroso) a quien se preste a ello!