El abrazo que acaricia el alma.
La sonrisa que abre la puerta.
La mirada que te ve.
El beso que sin palabras, todo lo dice.
La mano que sujeta todo un mundo.
El silencio que habita la presencia.
El poder, de los pequeños grandes gestos.
Eeeegunon mundo!!
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El poder de los pequeños grandes gestos cotidianos
Soy euskaldun (vasca) y soy una persona afectuosa.
En mi casa, los abrazos eran parte de nuestro lenguaje. Bueno, al menos lo eran con la ama, el aita y mi hermana. Mi amona (mi abuela), en cambio, venía de otro tiempo, uno en el que el afecto se expresaba de manera más contenida, donde la distancia y el respeto en el gesto eran su forma de querer. Su cariño no se medía en abrazos apretados, sino en miradas atentas, en manos ocupadas en atender, responder y cuidar, en pequeños actos cotidianos. Porque el afecto también tiene su historia, y con el tiempo, hemos ido aprendiendo a expresarlo de maneras más abiertas, más físicas, más visibles.
Le puse el nombre de un besote gordote (Muxote Potolo Bat) a mi empresa porque así me despedía en las cartas que enviaba a mi gente cuando vivía fuera. Soy de decir “te quiero” cuando lo siento (y lo siento cada día) y de abrazar cuando saludo, un abrazo apretado, de esos que duran más de un segundo. También he tenido que aprender a escuchar a quien recibe el te quiero o el abrazo, porque no todas las personas somos iguales y hay quien se incomoda. Porque ahí también hay un acto de cuidado: respetar los límites de la otra persona y encontrar otras maneras de expresar presencia y afecto.
En cualquier caso, los pequeños gestos importan. Y dicen, dicen mucho. Hablan incluso cuando el silencio se impone, cuando las palabras no alcanzan, cuando el tiempo corre demasiado deprisa. Ese abrazo que sostiene, la mirada que “te ve”, el beso que ancla la emoción, un roce que despierta o estremece. Pequeñas acciones cotidianas que tienen la capacidad de cambiar el tono de un día, de abrir un espacio de encuentro, de recordar(nos) que estamos aquí, que nos tenemos, que nos cuidamos.
A veces, estos gestos se vuelven mecánicos: el doble beso de saludo que damos sin pensar, el abrazo fugaz en el reencuentro, la mirada rápida antes de volver la vista a la pantalla. Por eso reivindico el detenerme un momento para hacerlos conscientes. Para darles la intención y la presencia que merecen.
En muchas culturas, los gestos de afecto y reconocimiento son parte fundamental de la vida.
En América Latina, mi tierra maestra en esto del abrazo largo y sentido, donde este gesto no solo transmite calidez, sino que también reafirma la cercanía y la conexión.
En la India aprendí el namasté, con las manos juntas a la altura del pecho y una leve inclinación, es más que un saludo: es una manera de honrar la luz y la esencia del otro. En la cultura maorí, el hongi, ese encuentro de frentes y narices que une la respiración de dos personas, simboliza el compartir de la vida misma. En Tailandia, el wai, con las manos juntas y la cabeza inclinada, expresa no solo saludo, sino también respeto y gratitud. En Japón, una leve inclinación expresa respeto y gratitud.
En muchos países, sobre todo occidentales, el beso en la mejilla es un gesto habitual de saludo, aunque en cada región cambia la cantidad de besos que nos damos (uno, dos… incluso tres) y a veces.. te lías. Y en los países nórdicos, donde el contacto físico en lo social es más reservado, un apretón de manos corto y firme es símbolo de confianza
En algunas comunidades africanas, el saludo implica un apretón de manos prolongado, a veces con una serie de toques en la palma, acompañado de preguntas sobre la familia y la Vida de la otra persona. Ofreciendo el tiempo de la escucha.
La manera en que nos expresamos físicamente cambia según el contexto, la cultura y la relación entre las personas. Lo importante es hacernos conscientes de la intención detrás del gesto: honrar la presencia de la persona que tenemos delante y reconocerla. Con (mucho) cuidado.
Así que hoy te propongo un ejercicio hacerte consciente de tus gestos y traerlos a tu presente, a tu aquí y a tu ahora. Porque también sabemos y sobre todo sentimos que hay gestos que ofrecemos o recibimos pierden un poquito su alma: cuando el beso se vuelve un trámite, cuando el abrazo no contiene, cuando la mirada se desvía. Por eso, cuidar los gestos es un acto de consciencia, de presencia, de intención. Es decidir que cada saludo, cada roce, cada sonrisa tenga un propósito: el de honrar a quien tenemos delante, el de reconocer su existencia y su valor en nuestra vida. En el ámbito personal por supuesto pero también en el profesional.
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